Kaiumur y la Llama de la Venganza

El mundo, recién creado, apareció joven y espléndido. En lo alto del cielo brillaba el sol, iluminando intensamente la tierra, mientras los campos se cubrían de verde y las aguas se extendían, tranquilas y azules, formando mares y océanos.

Un trueno enorme resonó, como si el cielo estuviera rompiéndose, y en ese instante, el héroe Kaiumur fue elevado al trono de Persia, convirtiéndose en el primer emperador del mundo.

Kaiumur resplandeciendo en su trono de oro y piedras preciosas, igual que el sol sobre las cumbres nevadas. Vivía en una montaña, en un castillo que se alzaba sobre los picos más altos, como si intentara tocar el cielo.

No solo los hombres, sino también las bestias y las aves del bosque, acudieron a él desde todos los rincones para inclinarse ante su trono y rendirle homenaje. El emperador Kaiumur tenía un hijo virtuoso llamado Siamek, a quien adoraba con toda su alma y por quien siempre temía perder.

El reinado de Kaiumur era muy feliz para los pueblos sometidos a él. Sin embargo, el gran emperador tenía un temible enemigo, Ahrimán, señor de los Demonios, que conspiraba en secreto para destruirlo, ya que envidiaba su poder y prestigio.

Ahrimán también tenía un hijo que era todo lo opuesto a Siamek. Aka Manah tenía una cara de lobo feroz, colmillos largos y garras afiladas. Un día, se presentó ante su padre y le dijo: —Padre, no puedo soportar que Siamek sea más hermoso que yo y que, tras la muerte de su padre, me supere en esplendor. Quiero que me proporciones un ejército para luchar contra él y acabar con su reino, que me atormenta y envidio profundamente.

—Me alegra escuchar eso, Aka Manah—respondió Ahrimán—. Y enseguida ordenó a sus generales que prepararan el ejército más poderoso que el mundo hubiera visto jamás.

Mientras tanto, Kaiumur, ignorante de la amenaza que se gestaba contra él, vivía feliz con su querido hijo. Pero Dios no permitió que el malvado Aka Manah sorprendiera al emperador desarmado, y envió un mensajero, el espíritu Seroshe.

Un día, al caer la tarde, cuando el emperador se preparaba para descansar, apareció ante él un fantasma hermoso y brillante como un dios.
Kaiumur —dijo el espíritu—, no te entregues al ocio y prepara tu defensa. Organiza tu ejército para el combate, pues tus enemigos no tardarán en atacarte.

Cuando el fantasma desapareció, el rey corrió a dar la alarma a su hijo y a sus generales. Siamek se encolerizó al recibir la noticia, pero sin perder tiempo reunió un poderoso ejército, se cubrió con una piel de tigre y, armado con lanza y escudo, se dirigió a enfrentar al malvado Aka Manah, ansioso de combate.

Cuando los dos ejércitos se encontraron, el generoso Siamek, conteniendo a sus soldados que deseaban lanzarse inmediatamente contra el enemigo, envió un emisario a Aka Manah.

—Mi señor, el príncipe Siamek —dijo el heraldo—, me ordena que os diga que no es justo que los soldados se maten entre sí, cuando el verdadero odio es solo entre él y vosotros. Que combatan Siamek y Aka Manah, y el resultado de su duelo decidirá el resultado del combate.

Aka Manah aceptó con cruel satisfacción la propuesta y se presentó en el campo de batalla sin armas. Pero cuando Siamek se adelantó con la lanza, Aka Manah lanzó un feroz aullido, lo atacó, lo derribó y le desgarró las entrañas con sus agudos colmillos y poderosas garras.

Siamek murió y su ejército, al quedarse sin líder, tuvo que retirarse derrotado sin luchar. El emperador Kaiumur se enteró de la muerte de su adorado hijo y, abrumado por el dolor, sintió que el mundo se había vuelto oscuro y sombrío.

No solo el triste ejército, sino todos los súbditos rodearon el trono real enlutados y llorosos. Todos gritaban con furia y dolor, y hasta las bestias y los pájaros acudieron al palacio real, aullando en desolación. Una enorme nube de polvo se levantó frente al palacio, oscureciendo la luz del sol.

Lloraron y gimieron de dolor durante un año entero, acompañando al anciano rey en su pena. Pero al cumplirse el aniversario de la muerte del príncipe Siamek, una luz resplandeciente descendió del cielo, y el espíritu Seroshe apareció en una nube luminosa.

Sonriente, bendijo a todos y luego le dijo al rey Kaiumur:

—El cielo quiere que dejes de llorar. Debes preparar tu ejército y llevarlo al combate para destruir las fuerzas de Aka Manah. Así liberarás a la tierra de este malvado y tu alma quedará satisfecha con esta venganza.

Tras la desaparición del espíritu Seroshe, el venerable Kaiumur ordenó preparar un poderoso ejército. Luego llamó a su nieto Huscheng, hijo del glorioso Siamek, que vivía en el palacio, y le dijo: —Huscheng, debes vengar a tu padre y hacerte un nombre lleno de gloria. Como yo soy muy viejo y pronto moriré, tú, dentro de poco, subirás al trono si llevas a tu pueblo a la victoria. —Venceré a nuestros enemigos —aseguró el joven.

Impulsado por el deseo de venganza y excitado por las palabras de su abuelo, Huscheng se preparó para el combate. A la cabeza de su ejército se dirigió hacia Aka Manah y su ejército. Al comenzar la lucha, Huscheng se lanzó decididamente contra Aka Manah, que huía aterrorizado, le cortó la cabeza de un tajo y destruyó su cuerpo para que fuera devorado por las bestias.

El enemigo quedó completamente destruido y Siamek fue vengado. El anciano Kaiumur pudo morir en paz y satisfecho. Poco después, la muerte envolvió al viejo emperador en su manto de sombras y lo llevó al mundo luminoso de los cielos.

Tras la muerte de su abuelo, el justo y valiente Huscheng ascendió al trono de Persia como emperador de todos los pueblos de la tierra. Todos sus súbditos lo alababan por su corazón recto y su espíritu lleno de sabiduría y prudencia.

Un día, mientras el soberano paseaba por las laderas de una montaña escarpada con un fiel criado, cayó la noche y las tinieblas ocultaron el camino y los peligrosos precipicios. De repente, apareció una temible serpiente negra como el infierno. Sus ojos, de un resplandor rojizo, parecían dos fuentes de sangre, y de su boca salía un humo fosforescente que se elevaba en nubes densas y amarillentas.

El criado, aterrado, comenzó a temblar y a gritar, rogando a su señor que retrocediera para ponerse a salvo. Pero el rey Huscheng, valiente, siguió avanzando y dijo: —¡No tengas miedo! ¡Ahora verás!

Y, tomando una gran piedra, la lanzó con toda su fuerza contra la serpiente. Presintiendo el peligro, el monstruo se escondió detrás de una roca, al borde de un precipicio. La piedra del monarca impactó contra la roca, causando una chispa que encendió unas matas cercanas. Así, el fuego comenzó a existir en la tierra.

Aunque la serpiente había escapado, el fuego descendió como un regalo divino para los hombres, brotando de la roca donde estaba oculto. El emperador Huscheng, al ver el milagro, se postró en tierra, adorando a Dios y agradeciéndole fervorosamente. Luego encendió una gran hoguera en la montaña y ordenó a todos sus súbditos que se reunieran para admirarla y honrar al cielo y a su soberano. Desde entonces, cada año en esa misma fecha, Persia celebró una fiesta llamada Sedek para conmemorar el nacimiento del fuego.