En los rincones más oscuros y místicos de Bolivia, resuena una leyenda ancestral, una historia de amor y tragedia que, generación tras generación, sigue estremeciendo a quienes la escuchan. Cuentan los ancianos que hace siglos, en un poblado escondido entre selvas, vivía un poderoso cacique, jefe y hechicero, que guardaba un secreto: su única hija, a quien deseaba casar con alguien de su misma casta, estaba enamorada de un guerrero humilde. Este amor secreto floreció en los rincones más recónditos del bosque, donde los jóvenes se encontraban a escondidas, soñando con un futuro juntos.
Una noche, por un descuido, el anciano descubrió el romance prohibido. La furia inundó su corazón al enterarse de que su hija había entregado su amor a un guerrero que él consideraba indigno. Decidido a romper este lazo, ordenó al joven marchar a una batalla peligrosa, deseando que jamás volviera. Sin embargo, el guerrero regresó ileso, y con él, la esperanza de la joven se encendió de nuevo. Pero el cacique, lleno de rencor, tomó una decisión final: si el guerrero había sobrevivido a la guerra, él mismo se encargaría de acabar con su vida.
Planeó entonces una expedición al bosque, llevando consigo a tres de sus mejores hombres, entre los que, por supuesto, iba el enamorado de su hija. La joven, inquieta por un oscuro presentimiento, siguió en silencio a la comitiva. Cuando ya estaban en lo profundo de la selva, el cacique ordenó al grupo que se dividiera, asegurándose de quedarse a solas con el joven. En aquel instante fatal, el cacique desenvainó un cuchillo y, ante los horrorizados ojos de su hija, acabó con la vida del guerrero. Desesperada y rota de dolor, la joven corrió de vuelta al poblado, decidida a exponer la verdad.
Cuando el hechicero regresó al poblado, su hija, en lágrimas y con la voz quebrada, lo enfrentó, jurándole que revelaría su crimen a todos. Temeroso de que su autoridad y su nombre quedaran manchados por el escándalo, el anciano utilizó sus conocimientos de magia y, en un acto despiadado, transformó a su hija en un ave nocturna, condenándola a vagar por los cielos sin poder expresar su dolor más que a través de su lamento.
Desde entonces, en las noches de luna llena, cuando el viento acaricia las copas de los árboles, el trágico canto del Guajojó inunda la selva. Este pájaro, también llamado Urutaú o Serenera, se ha vuelto un símbolo de amor perdido y desdicha. Su canto es como un sollozo humano, un recordatorio eterno de la pena de aquella joven, atrapada para siempre entre el amor y el dolor.
La historia, sin embargo, no termina aquí. En algunos poblados, se murmura que el Guajojó no es solo el alma de la joven enamorada, sino también el eco de una historia mucho más antigua. Algunos cuentan que en tiempos difíciles, una familia empobrecida tuvo que tomar una decisión desgarradora: separarse de sus dos hijos y darlos en adopción a familias distintas, con la esperanza de que cada uno pudiera encontrar una vida mejor. Pero el lazo entre los hermanos era más fuerte que la distancia y los años. Deseando reencontrarse, se adentraron en la selva, pero la oscuridad y los laberintos del bosque los perdieron para siempre.
Hoy, en las noches de verano, cuando el aire se torna cálido y el cielo oscuro se llena de estrellas, se escucha un canto desgarrador, seguido de otro que parece responder desde lejos. La gente del pueblo dice que son los hermanos, cuyas almas vagan, buscándose en la oscuridad, sin poder hallar el camino de regreso.
Así, el Guajojó no es solo un pájaro, sino un símbolo profundo del amor que desafía el tiempo y la muerte. Cada vez que su canto reverbera entre los árboles, el bosque se convierte en un eco de las emociones humanas, una escena donde el dolor, la pérdida y el amor eterno se entrelazan. Es un recordatorio de que, aunque la vida y la muerte nos separen, algunos lazos son tan fuertes que nunca se rompen. La leyenda del Guajojó sigue viva, encantando a quienes la escuchan, cautivando a todo aquel que, en medio de la noche, se deja envolver por el misterioso canto de esta ave enigmática.