El Yatmandú – La niebla de la Destrucción

El-Yatmandu

En lo más profundo de la selva, donde los árboles se entrelazan formando un techo impenetrable y los animales se mueven en una danza de vida y equilibrio, se encuentra una amenaza que desgarra el corazón de la naturaleza misma: el Yatmandú. Esta entidad oscura y temida se manifiesta como una inmensa masa de humo negro, cuya forma es indefinida y cambiante, pero con unos ojos rojos que brillan intensamente como brasas encendidas en la penumbra. No es un simple fenómeno natural; es la personificación tangible de la negligencia humana hacia el medio ambiente.

La presencia del Yatmandú es un reflejo de las consecuencias devastadoras de nuestras acciones: la contaminación, la deforestación y la caza indiscriminada de animales. Cada una de estas prácticas destructivas alimenta su existencia, y así, el Yatmandú se convierte en el símbolo viviente de nuestro desprecio hacia la Tierra. No hay lugar en la selva que escape a su influencia corrosiva.

El Yatmandú avanza sin descanso, moviéndose sigilosamente entre los árboles como una sombra venenosa. Dondequiera que va, su presencia es una promesa de destrucción. Los árboles, antes frondosos y vigorosos, se marchitan y mueren al contacto con su niebla tóxica. Las corrientes de agua se vuelven turbias y contaminadas, incapaces de sustentar la vida que una vez prosperó en ellas. Los animales que habitaban la selva se ven obligados a huir, buscando refugio en lugares que pronto también serán invadidos por esta sombra insidiosa.

El aire mismo se vuelve denso y opresivo. Respirar la niebla que emana del Yatmandú es como inhalar el veneno de la desolación. Los vapores, cargados de toxinas y contaminantes, se diseminan en el ambiente, envenenando a cualquier ser vivo que los inhale. Los efectos son devastadores: quienes entran en contacto con esta niebla sufren una agonía prolongada, sus cuerpos luchan en vano contra la invasión tóxica hasta que finalmente ceden a una muerte lenta y dolorosa.

Este ser, sin embargo, no parece detenerse ni un instante. Su marcha es interminable, su apetito destructivo insaciable. A medida que avanza, el paisaje a su paso se transforma en un desierto desolado, un recordatorio sombrío del impacto de nuestras acciones. La selva, que una vez fue un lugar de esplendor y vida, queda despojada de su belleza y vitalidad, sumida en un silencio ominoso y mortal.

El Yatmandú nos confronta con una dura verdad: somos responsables de su existencia, y nuestra falta de cuidado y respeto por el mundo natural tiene consecuencias aterradoras. Cada bosque talado, cada río contaminado, cada especie extinta es un testimonio del daño que infligimos, y se erige como un oscuro recordatorio de que debemos actuar con urgencia y responsabilidad para revertir el daño antes de que sea demasiado tarde.