Fue en aquel momento en que el pueblo aguaruna se enfrentó a la experiencia de la muerte. En un lugar lejano, en una laguna rodeada de un alto bosque y sin cauce de entrada o salida, vivía desde tiempos pasados una enorme serpiente. Esa laguna sombría y solitaria causaba un miedo profundo, su oscuridad apenas reflejaba los árboles, pero lo que realmente aterraba era la presencia de esa serpiente gigante, tan descomunal que nunca antes se había visto otra igual.
Los aguarunas estaban preparados para enfrentarse a las boas de agua, conocidas como anacondas por los blancos. Sabían cómo disparar lanzas y clavarlas en el centro de la frente de la serpiente. Si llegaba a la lucha cuerpo a cuerpo, eran capaces de resistir la presión de los anillos que apretaban su cuerpo y clavar sus dientes en la piel o cegarla hundiendo sus dedos en los ojos.
Las boas huían al sentir los dientes en su piel o se sumergían aterradas en la sombra. Con cerbatanas, les disparaban flechas envenenadas que las dejaban inmóviles. El arpón era un arma realmente útil en la lucha. Habían encontrado muchas formas de vencer a las serpientes gigantes. Pero en aquella laguna de aguas negras, misteriosa hasta el día de hoy, apareció una serpiente que tenía al pueblo aguaruna verdaderamente aterrorizado. Era inmensa y dicen que casi llenaba por completo la laguna, con la mitad de su cuerpo reposando en el fondo y la otra mitad erguida, asomando su cabeza.
En el perfil del agua, sobre la cabeza manchada de gris, los ojos brillaban como dos piedras pulidas. Cuando tenía la boca cerrada, parecía el caparazón de una tortuga gigantesca; al abrirla, se oscurecía aún más. Cuando la serpiente soplaba, se escuchaba su rumor a gran distancia. Al moverse, agitaba las aguas como si fuera un río repentino. Al reptar por el bosque, parecía avanzar como una tormenta. Los animales asustados ni siquiera se atrevían a moverse y la serpiente se los devoraba en grandes cantidades. Parecía un pez volador.
Al principio, los hombres pensaron en defenderse. Pero los dardos envenenados con curare, las lanzas y los arpones, no servían de nada. La piel reluciente de la serpiente era gruesa y los dardos solo eran molestias insignificantes, al igual que las lanzas y los arpones, que apenas dejaban pequeñas espinas en la enorme bestia. Ni siquiera se les pasaba por la mente la idea de luchar cuerpo a cuerpo.
Aquella maldita serpiente era demasiado poderosa y engullía a los hombres con la misma facilidad con que devoraba a los animales. Así que los aguarunas ni siquiera podían pelear. La mirada fija y solitaria de la serpiente paralizaba a una aldea entera y parecía invencible. Después de sus ataques, la serpiente volvía a la laguna y allí se quedaba durante días, sin que nadie se atreviera siquiera a asomarse a echar un vistazo. Era una amenaza oculta en esa laguna escondida. Todo el bosque temía el abrazo de aquella serpiente implacable.
Después de arrasar una amplia zona de la selva, la serpiente tenía que llegar, sin lugar a dudas, a un pueblo aguaruna donde vivía un valiente guerrero llamado Yacuma. Este hombre memorable del bosque era tan fuerte, valiente y astuto como ninguno. Era experto en el manejo de todas las armas y nunca había sido derrotado por hombres ni animales. Siempre llevaba la cabeza de un enemigo, reducida según los ritos, colgando sobre su pecho orgulloso. El guerrero Yacuma decidió enfrentarse a la serpiente, pero no de una forma común.
Creó una especie de armadura de barro en la que metió su cabeza y parte de su cuerpo, e hizo dos cubos más pequeños en los que introdujo sus brazos. Esta armadura estaba forrada de cuero y la arcilla fue mezclada con ceniza de árbol para hacerla más resistente. Protegido, disfrazado y armado de esta manera, Yacuma se adentró en el bosque y llegó a las orillas de la laguna. Decidido, se adentró en el agua mientras, no muy lejos, los ojos ansiosos de la feroz serpiente brillaban en su enorme cabeza.
La serpiente no iba a vacilar. Ya sea porque le molestara que alguien perturbara su tranquilidad, porque tuviera hambre o simplemente por costumbre, se extendió y devoró a Yacuma, abriendo sus fauces. La protección ideada hizo que, una vez devorado, Yacuma llegara a salvo hasta el corazón latiente de la serpiente sin sufrir mayores daños.
Entonces, se deshizo de la armadura de barro y ceniza, desenvainó su cuchillo y comenzó a dar fuertes cortes al corazón palpitante. Era tan grande y resonante como un tamboril. Mientras tanto, la serpiente se retorcía de dolor, contorsionándose y dando violentos coletazos. La laguna parecía un torbellino de anillos. Aunque estaba casi ahogado por el torbellino de sangre y vísceras revueltas, Yacuma siguió apuñalando hasta destrozar el corazón de la enfurecida serpiente.
La serpiente finalmente cedió, no sin dificultad, ya que las serpientes gigantes mueren lentamente y esa en particular era difícil de vencer. Sintiéndola inerte, Yacuma abrió un boquete entre las costillas de la serpiente, salió como una flecha ensangrentada y nadó hasta la orilla. No pudo sobrevivir muchos días. Los líquidos de la boa de agua le dispararon las carnes y terminó desangrándose. De esta manera murió la más grande y feroz serpiente y el mejor guerrero aguaruna también murió, pero solo después de vencerla.
Todo esto ocurrió hace mucho tiempo, nadie sabe cuánto. Las lunas no son suficientes para medir la antigüedad de esta historia. Ni las crecidas de los ríos ni los recuerdos de los ancianos que conocieron a personas aún más mayores pueden dar una respuesta. Cuando algún aguaruna llega a la orilla de la sombría laguna, si desea gritar, lanza sus arpones y observa. Las aguas oscuras siguen quietas. Una serpiente gigante, como aquella que fue vencida por el guerrero Yacuma, no ha vuelto a aparecer.