Hace muchos años, en la cima más alta del Himalaya se erguía un árbol imponente, de una frondosidad extraordinaria, bajo cuya sombra encontraban refugio los habitantes de las lejanas regiones. Un día, un monje budista llamado Shinram, extenuado por el calor y el cansancio de su larga caminata, buscó descanso a la sombra acogedora del gran árbol.
Lleno de gratitud y admiración, el monje no pudo evitar expresar palabras de agradecimiento hacia el magnífico ser vegetal. Le parecía evidente que aquel árbol contaba con la protección de algún poderoso dios, ya que ni el huracán ni las tempestades, tan violentas en el Tíbet, habían podido despojarle de su exuberante follaje ni derribar su imponente tronco a lo largo de los siglos.
Con altivez, el árbol respondió al elogio del monje, moviendo sus ramas con un ruido similar al trueno. Le dejó claro que no era el dios del Viento quien le protegía y que, en realidad, ningún ser o fuerza podría rivalizar con su fuerza y poder. Cuando el Viento rugía con su furia y arrasaba a otros árboles, se detenía agotado ante su potencia y se retiraba temeroso, deseando secretamente no despertar su ira y recibir un severo castigo.
Estas palabras orgullosas e imprudentes indignaron al noble Shinram, pues los tibetanos veneraban a los lagos, montañas, bosques y al sol como manifestaciones de su dios. El monje, al igual que otros budistas, creía en la unión de dos dioses para crear el mundo y a los seres humanos. Según esta visión, el Cielo representaba el elemento masculino, cuyo principio fecundador era el Sol, que liberaba sus semillas de reproducción en el fértil seno de la Luna, representante del elemento femenino, quien las enviaba a la Tierra.
Los coreanos, en cambio, creían descender de una vaca que habitaba en las playas del mar, aunque la clase noble se enorgullecía de ser hijos del Sol. Shinram, fijando su mirada en el arrogante árbol, exclamó indignado: ¿No sientes vergüenza? ¿Cómo te atreves, miserable vegetal, a hablar con tanto desprecio de uno de los dioses más poderosos, que es el terror del universo?. Firme en su decisión, se levantó y se dispuso a abandonar aquel lugar, apoyándose en su bastón y murmurando palabras de enfado hacia el soberbio árbol.
Antes de que el monje desapareciera en la distancia, el cielo se oscureció, la tierra tembló y el Viento se presentó ante ellos con un aterrador silbido, moviendo amenazadoramente sus potentes brazos nubosos sobre el árbol. Al ver al poderoso dios junto a él, el árbol tembló desde lo más profundo de sus raíces y lamentó internamente haber pronunciado aquellas palabras arrogantes. El Viento, furioso, se burló del árbol y de su actitud desafiante, provocando que todos los árboles del bosque se doblegaran aterrorizados ante su presencia.
Además, añadió con malhumor: Muy bien, si crees que no soy lo suficientemente poderoso para ti. ¡Ja, ja! ¿No sabes que si quisiera, podría derribarte en un instante, como lo haría con el arbusto más pequeño? Si te he perdonado la vida hasta ahora, ingrato, y te he mantenido intacto durante siglos, es porque en los albores del tiempo, cuando el mundo aún era un caos, el dios Brahma descansó a la sombra de tu protectora copa. ¿No lo sabías? Precisamente en memoria de aquel acontecimiento te he permitido vivir hasta hoy.
El árbol, desconcertado, murmuró que no conocía aquel hecho. El Viento, con ironía, le comunicó que había infligido un castigo aún más cruel a sí mismo que el que él podría haberle aplicado. Ahora, el árbol era motivo de risa y burla para todos, desde los animales y plantas, hasta los seres humanos e incluso los dioses. Después de soltar una sonora carcajada, el Viento regresó a la morada de los dioses, dejando al árbol triste y humillado.
Cuando llegó la noche, la oscuridad envolvió al mundo y todas las plantas se sumieron en el sueño, llenas de temor. Solo el árbol del Himalaya permanecía despierto y angustiado. Atormentado por la incertidumbre, lamentaba haber insultado y menospreciado al Viento. Se imaginaba siendo arrancado de raíz, hecho pedazos y destrozado, con su tronco y ramas dispersos por la selva, secos y marchitos, solo aptos para arder en una hoguera. Después de siglos de vida y dominio, pensar que sería borrado del mundo era desgarrador.
Pero mientras reflexionaba sobre su destino, una idea heroica y una última esperanza surgieron en su mente. Resistiría la furia del Viento despojándose de todas sus ramas y hojas, creyendo que así podría soportar mejor los embates de su enemigo. Sin perder tiempo, el árbol se despojó de todas sus ramas y arrancó hasta la última hoja. Al amanecer, solo quedaba un desolado tronco mutilado y desnudo, en lugar del magnífico árbol que una vez fue, señor de la selva y rey de todos los bosques.
Seguidamente, el Viento hizo acto de presencia, tal y como había prometido. Llegó lleno de ira y deseoso de venganza. Sin embargo, algo curioso y sorprendente sucedió. Al ver al árbol sin hojas, con ramas y flores esparcidas por el suelo, su cólera desapareció de inmediato y empezó a reír, primero tímidamente y luego con una risa fuerte que sacudió toda la tierra. Finalmente, se mofó del árbol con ironía, comentando que no lo reconocía en su grotesca apariencia.
El castigo que el árbol se había infligido a sí mismo era mucho peor que cualquier cosa que el Viento hubiera podido hacer. Ahora, el árbol era objeto de burlas y risas para todos los seres vivos, desde los animales y las plantas, hasta los hombres e incluso los dioses. Satisfecho, el Viento regresó a su hogar divino, dejando al árbol triste y humillado.