El Lamento del Rey Celestial

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Los primeros seres humanos que poblaron la tierra eran inmortales. Sin embargo, se multiplicaron tanto que el mundo no pudo soportarlos. Cuando estaba a punto de hundirse en las aguas profundas que amenazaban con tragarlo, emitió un angustioso grito de auxilio al infinito.

El Augusto de Jade, el rey de los dioses, escuchó el clamor y, al darse cuenta de que su creación estaba a punto de desaparecer, se llenó de furia. De su cuerpo brotó un fuego devastador que comenzó a consumir el cielo, la tierra, el espacio y el universo con todos sus seres.

Desde su palacio dorado, los demás dioses vieron el incendio destructivo y, aterrorizados y conmovidos, se arrodillaron ante el Señor del Cielo para pedir clemencia.

El Augusto de Jade, conmovido por sus súplicas, apagó el fuego de su ira y, con un simple gesto, creó la cabeza de una nueva diosa. Vestida con un traje negro y rojo, con ojos oscuros y brillantes y su cabeza adornada con adornos divinos, la joven diosa esperó pacientemente ante su creador.

—Te llamarás Muerte —le dijo el Señor del Cielo— y serás la encargada de la vida de todos los seres vivos. Tendrás el poder de destruirlos cuando lo desees, sean sabios o tontos, pobres o ricos. Al escuchar estas órdenes, la diosa se desesperó y se arrodilló ante el Augusto de Jade, llorando amargamente.

—Señor —sollozó—, ¿deberé infundir terror en los corazones de todos los seres? ¿Solo me has creado para este aterrador cometido? ¿Seré el objeto de todas sus maldiciones? Sus lágrimas, abundantes y tristes, corrían por sus mejillas pálidas y formaban un río en el suelo.

El dios, conmovido, se inclinó hacia ella y le dijo con dulzura: —No llores, joven divina, no llores. Cumple con mis órdenes y destruye a los seres vivos; no será tu culpa. Las lágrimas que ahora forman un río a mis pies se transformarán en numerosas enfermedades que, con el tiempo, acabarán con la vida de los hombres. La culpa será de esas enfermedades, no tuya. Ve y cumple tu deber, hija mía.

Al escuchar estas palabras, la Muerte se secó las lágrimas y sonrió a su padre antes de descender a la Tierra. El caos ya había terminado. El Augusto de Jade, padre de los dioses, había organizado su imperio celestial. Reinaba desde un trono de zafiros; a su derecha estaba la Estrella del Sur, Nam Tao, encargada del registro de nacimientos, y a su izquierda la Estrella Polar, Bac Dan, encargada del registro de muertes.

De vez en cuando, el Señor del Cielo tomaba la forma de Pájaro de Fuego, como antes de la creación, y acompañado por el Genio de la Tierra, Tho Dia, descendía para visitar el globo terráqueo. Pero, al ver la tristeza en su rostro, parecía que buscaba algo que hacer.

Finalmente, un día le dijo a uno de sus oficiales, el anciano Kim Kuang: —He decidido crear hombres y animales en la tierra. Y tú, Kim Kuang, deberás dispersar este manojo de hierbas, una por una, junto con estos dos grandes granos de arroz.

Kim Kuang, inclinándose respetuosamente, montó en el arco iris para cumplir la misión. Al acercarse a la tierra, arrojó el manojo de hierbas. Pero, ya sea por negligencia o incapacidad, el manojo de hierbas cayó todo junto y no disperso como se le había ordenado. Kim Kuang vio cómo la hierba crecía rápidamente y cubría casi toda la tierra no sumergida por las aguas.

Preocupado, miró los granos de arroz y pensó: —Si cada grano se multiplica como la hierba, no quedará espacio suficiente para los hombres y animales. Por eso, solo arrojó un grano y se comió el otro. Más tarde, cuando el Augusto de Jade creó a los hombres y animales, vio con sorpresa que había más hierba que espigas de arroz en la tierra. Indignado, llamó a Kim Kuang.

—Has arruinado lo que debía ser mi obra más hermosa —le dijo—. Ahora la tierra es un enorme campo de hierba y los hombres y algunos animales tendrán dificultades para encontrar alimento. Por eso, crearé un nuevo animal: el búfalo. Tendrá tu rostro y tu mente obtusa, y tú mismo serás ese animal. Te condeno a comer toda esta hierba hasta que consigas librar la tierra de ella.

Las protestas de Kim Kuang no sirvieron de nada mientras se transformaba en un animal de cuatro patas. Desde entonces, el búfalo ha comido hierba sin cesar con la esperanza de eliminar toda la que hay en la tierra.

La moraleja de la historia es que nuestras acciones y decisiones pueden traer consecuencias inesperadas y duraderas. La negligencia o la falta de comunicación pueden agravar problemas más allá de lo que inicialmente imaginamos.

Además, aprendemos que, aunque nuestros actos puedan ser malinterpretados o causar dificultades, siempre hay oportunidades para redimirnos y encontrar nuestro propósito a través del esfuerzo y la dedicación. Por eso, no debemos rendirnos y debemos enfrentar el futuro con optimismo.